Nuestra escritora es una aventurera única e irrepetible: azafata, periodista, fotógrafa, escritora de textos anclados a la vida, cuentos campestres y notas de análisis político internacional. Entrevistó a Fidel Castro y a Gabriel García Márquez. Dejó en sus viajes por el mundo su impronta rioplatense latiendo en más de un corazón masculino subyugado por su belleza y personalidad avasallante.
Para conocer a una mujer sorprendente, lo mejor es dejar que ella se presente:
Me llamo Lilly Morgan Vilaró. Nací, gracias a que mi madre o los médicos calcularon mal la fecha de parto, un 29 de mayo de 1948, en Buenos Aires, Argentina.
Siendo mi madre uruguaya, también me correspondió tener, automáticamente, dicha nacionalidad. Por lo tanto, soy oficial y legalmente, ciudadana rioplatense.
De chica (adolescente y por un tiempo más) era extremadamente tímida. Me costaba hablar, y además no modulaba bien. Por lo tanto, cuando lo hacía, no se me entendía casi nada.
Para empeorar las cosas, mi entorno familiar no era, por decirlo diplomáticamente, idílico, sino todo lo contrario.
Digamos que sufrí lo que hoy en día se llama bullying, un poco a nivel escolar, pero sobre todo, a nivel familiar.
Así que pasé parte de mi infancia, calladita la boca y tratando de pasar desapercibida del mundo en general.
Como mi familia vivía en el campo, mis dos hermanas mayores y yo, fuimos enviadas como pupilas, a un colegio privado de monjas en Montevideo.
En las vacaciones, volvíamos al campo.
Un verano, mis dos hermanas mayores, por alguna razón que no me acuerdo, volvieron a casa antes que yo.
Se suponía que me vendrían a buscar a los pocos días.
Pero una de mis hermanas se contagió sarampión y mi madre decidió posponer la venida a buscarme hasta que ella se curase.
Así que me quedé casi un mes en el colegio, en compañía de las monjas.
Al terminar ese mes, mi madre le comunicó a la directora, que ya que solo faltaban dos meses más del período vacacional, había decidido dejarme con las monjas, porque según su opinión, no valía la pena hacer todo el viaje para llevarme a casa.
Por lo tanto, terminé quedándome los tres meses de vacaciones, sola en el inmenso colegio, ya que no había ninguna otra alumna y al cuidado de una de las monjas a quien le adjudicaron la tarea de ocuparse de mi durante el día.
Durante la noche, yo me quedaba sola en el sector de los dormitorios de las alumnas, ya que las monjas dormían en la parte de clausura, vedada para mí.
El trabajo de la monja era básicamente, recorrer las instalaciones desiertas, airear las aulas, los baños etc.
Y una vez a la semana, abrir la biblioteca, que era grande y repleta de libros, para limpiar el polvo y abrir un rato las ventanas.
A la mañana temprano, me venía a buscar y partíamos a su rutina diaria.
La pobre monja no sabía bien que hacer conmigo, que, pegada a sus talones, la seguía como un perrito, aunque sospecho que ella lo sentía más como tener una garrapata agarrada a sus hábitos.
Un día en que limpiaba la biblioteca, me dio un libro para leer y me dijo que ella volvería en un rato a buscarme.
No recuerdo el título del libro o de qué se trataba, pero cuando la monja volvió, yo estaba totalmente absorta en su lectura.
De ahí en más, la monja me pasaba a buscar, me llevaba directamente a la biblioteca y se iba contentísima a hacer sus tareas sin la garrapata humana.
Y yo descubrí el mundo mágico de los libros.
Tenía libertad absoluta de agarrar el libro que quisiera y estoy segura que debo de haber leído libros no aptos para mis ocho años y tampoco haberlos entendidos demasiado.
Pero descubrí que al sentarme a leer, me sumergía en un mundo desconocido, que dejaba volar mi imaginación, que me sacaba por un rato de mi vida opaca y solitaria.
El leer tantos libros, no solo me ayudó a escribir sin faltas de ortografía, sino a aprender, casi por ósmosis, a redactar correctamente.
Los tres meses de ese verano, los pasé metida en la biblioteca leyendo, para felicidad no solo de mi monja-niñera, sino también para la directora que de esa manera, podía continuar con lo que fuese que hacían las monjas durante el día, sabiendo que esa niña caída como peludo de regalo, estaba segura y tranquila en ese cuarto.
Cuando se retomaron las clases, yo seguía siendo tímida y seguía hablando sin modular, pero algo había cambiado dentro mío.
Había decidido que de grande iba a viajar por el mundo, para conocer ese que me habían mostrado los libros, aunque por el momento, me conformaría con ser el pirata Sandokan, del cual me había enterado leyendo su supuesta historia.
Pero luego descubrí otra cosa, que jamás hubiese imaginado.
Al empezar las clases, la profesora de literatura nos dio como tarea hacer una composición cuyo tema era describir qué era el amor.
Sí, tema raro para niñas de entre nueve y diez años, pero vaya una a saber que le pasaba en la cabeza a la profe.
Cuando volvimos a tener esa materia, la profesora comentó que había llevado mi composición a sus alumn@s de la Facultad en donde daba clases y la había leído en voz alta.
Luego les preguntó a l@s estudiantes, tomando en cuenta la redacción y contenido del escrito, qué edad le calculaban a la autora. Tod@s respondieron que calculaban entre 20 o 26 años.
La profesora les dijo: "No, tiene nueve años".
Mi primera reacción al escucharla, fue de asombro total.
Un adulto me estaba diciendo que lo que había hecho estaba muy pero muy bien.
La segunda fue darme cuenta que si yo en vez de hablar, escribía, la gente me entendía. Y mejor aún, no me interrumpía ni se reía o criticaba mi manera de hablar.
La tercera fue agregar a mi lista de "cuando sea grande", además de ser Sandokan y viajar por el mundo, iba a escribir sobre mis aventuras y los lugares que visitaba.
Pero lo primero que hice fue empezar a escribir sobre lo que fuese.
Eran pequeños artículos o cartas, en donde yo hablaba de mis sentimientos, o inventaba cuentos o hasta escribía poemas (estos últimos era horribles, sinceramente, eran horribles) y por supuesto, en clase seguía escribiendo composiciones del tema que fuese, animada por la profesora de literatura que siempre las alababa, haciendo que yo cobrase un poco más de seguridad en mi misma.
Ya de grande, luego de pocos y variados trabajos, que incluyeron trabajar en una tienda de ropa, en una disquería y hasta en un diario argentino como redactora de los avisos fúnebres, logré llegar a una de las metas de mi lista: entré a trabajar como azafata en una compañía aérea internacional.
Luego de unos cuantos años volando de aquí para allá y viceversa, decidí bajar de los aviones y me fui a vivir a Nueva York, en donde luego de algunos también variados trabajos, logré entrar a una agencia periodística en donde me tocaba escribir sobre noticias internacionales.
También empecé a escribirles cartas a mis amig@s en Argentina, en donde relataba mis andanzas, aventuras y desventuras en la ciudad de Manhattan.
Cartas que tenían muy buena recepción en ese grupo de lectores y que eran festejadas y circuladas entre ell@s.
Pero solo me convertí en escritora de libros, muchos años después, ya de vuelta en Argentina y a raíz de tener cáncer de mama.
Estaba tan angustiada y asustada, que no podía parar de hablar del tema.
Una de mis amigas, tal vez cansada de escuchar mis lamentos, me dijo, con palabras mucho más diplomáticas, que en vez de andar lloriqueando por todos lados, me sentase a escribir sobre mi experiencia.
-"Vos sos periodista y escribís muy bien. Creo que te haría bien escribir sobre lo que te pasa y de paso, informar sobre el tema."-
Por suerte, le hice caso.
Y así nació mi primer libro "Ay mama, tenés cáncer".
Y luego, unos años después, ya en Uruguay, escribí mi segundo libro, "Cuentos de Una Chacra Sin Nombre".
Y en estos momentos, tengo otro en la gatera, que se está demorando un poco, pero ya saldrá calentito del horno en un futuro más o menos cercano. (No me atosiguéis, por favor, necesito mis tiempos, ¿Ta?)
A mis 73 años, sigo siendo tímida e insegura en mi vida personal, pero aprendí a disimularlo.
Y salvo en los momentos en que se me salta algún fusible, también aprendí a modular correctamente, en parte gracias a unas clases de teatro que tomé cuando vivía en Nueva York.
Me llamo Lilly Morgan Vilaró, y soy escritora.
Leemos uno de los textos de la autora rioplatense.
8 de Marzo: ¡por favor no me feliciten!
Otro 8 de Marzo, y ya están llegando los mensajes de felicitación de amigos/as y hasta del almacenero de la esquina. “¡Feliz día de la mujer!” dicen. Y yo no quiero que me feliciten. Simplemente porque considero que, primero: aceptaré las felicitaciones cuando exista el “Día del Hombre”. ¿Vieron que no existe? Segundo: porque el Día Internacional de la Mujer fue instaurado, a través de una propuesta de la Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas, para homenajear a mujeres que en distintas épocas y países, no dudaron en arriesgar sus vidas, para obtener sus derechos. ¿Por qué un 8 de Marzo? En esa fecha del año 1867, cientos de obreras del llamado “gremio de la aguja” de la ciudad de Nueva York, salieron a la calle para protestar por las malas condiciones de trabajo a las cuales estaban sometidas. El hecho en sí, inusitado por ser protagonizado por mujeres y de esa época, se destacó aún más debido a la salvaje represión que sufrieron por parte de la policía local, que aplacó la protesta a los golpes y posteriores arrestos. En 1905, también un 8 de Marzo, las obreras rusas iniciaron paros que contribuirían a descalabrar, junto a las luchas populares en el resto del país, al régimen zarista vigente. Y otro 8 de Marzo de 1908 es el día elegido por unas obreras textiles de Chicago, para ocupar la fábrica en donde trabajan, en demanda de una jornada laboral de ocho horas. Los dueños de la fábrica responden incendiando el local con las mujeres adentro. Mueren carbonizadas 129 obreras. En 1975 las Naciones Unidas toma la propuesta de las Mujeres Socialistas y declara oficialmente la fecha del 8 de Marzo como el Día Internacional de la Mujer. La intención de conmemorar ese día, fue y es para llamar la atención hacia la falta de derechos e igualdad de la mujer con respecto al hombre. Las mujeres tenemos muy claro cuales son. Los estamos consiguiendo de a poco. Con la ayuda de hombres inteligentes. Pero más que nada, continuando la lucha de miles de mujeres, que dejaron sus vidas por intentarlo. La ONU enfatiza que uno de los objetivos es lograr “la plena participación de la mujer al proceso de desarrollo de los países.” Y si bien se ha avanzado mucho, todavía no estamos a la par de los hombres. Basta mirar el espectro político de cualquier país: la mayoría son hombres. Se logró meter a algunas mujeres gracias al cupo del 30%. Pero no siempre las que consiguieron los puestos eran las más capacitadas. Hubo y hay excepciones, por suerte. Pero pregúntenle a cualquier mujer que haya accedido a un puesto considerado por siglos sólo para los hombres: ha tenido que deslomarse para probar no solo que es buena, sino diez veces mejor, para poder ser aceptada. Todas lo admiten: Las presidentes, las ministras, las abogadas, las médicas, las periodistas, las policías, las pilotos de aviación, las guerrilleras, etc. Se las mide y se las juzga primero por ser mujeres. Luego por su desempeño. Seguimos siendo discriminadas en los diferentes roles y estratos que ocupamos en la sociedad. Basta ver en lo qué se ha convertido la conmemoración del 8 de Marzo: un día en que nos regalan flores. Como si fuese el día de la secretaria. O del perro. Y mañana volvé a tu lugar de segunda categoría. A no tener derecho sobre tu cuerpo. A ganar menos sueldo por igual trabajo. A ser una posible víctima de femicidio por parte de un familiar masculino. A tener casi que pedir disculpas por tener más éxito que un hombre. Por eso, y muchas cosas más, por favor, no me feliciten el 8 de Marzo. Porque todos los días del año deberían de ser míos. Como lo son de los hombres.