La escritora, recientemente premiada, Cecilia Marsilli es también narradora oral. Comenzó en 2015 un taller de escritura creativa a cargo de la prof. Roxana Palacios, en el Grupo Macedonio Férnandez que funciona en el Círculo Médico de Lomas de Zamora. Actualmente participa en un taller de narrativa a cargo de la escritora Laura Massolo.
Hizo talleres de lectura, analizando obras de autores como Silvina Ocampo, Julio Cortázar, Jorge Luis Borges y Calvino, Onetti.
Los cuentos de Cecilia atrapan, tienen el sabor y el humor tan necesarios en este tiempo de mujeres de la palabra haciendo de las suyas y deshaciendo tanta imposición absurda.
Participó en distintas antologías: Sentires, La Hora del cuento; Atrapaversos Puerta Blanca Editorial, Mas allá del espejo, Dunken (con poesías), Cuentos de Recienvenidos volumen II, Palabras emigradas y Ciclo cultural Misterio y Palabra SADE.
Dos citados
- Buscate un viejo con guita. Fue el consejo de Paulina que rechacé con una respuesta casi profética:
- ¡No, mirá si se va la plata y queda el viejo! Yo era joven, entusiasta, una escultura acomplejada por dos grandes virtudes turgentes, pero por sobre todas las cosas naif. Creía en las historias de amor con final feliz, que según los clásicos de la literatura infantil ocurre cuando la princesa despierta y entra a palacio. Nadie jamás contó que pasa murallas adentro. Bueno, yo encontré algunas ideas.
Y los cuentos de carrozas, cristal y príncipes apuestos me sorprendieron cuando de un auto de alta gama bajó un caballero de altísima gama y caminó directo al sector de acreditación. De cinco escritorios, vino al mío. Me enamoró con una bucólica mirada y a partir de ese momento comencé a escribir mi propio cuento empeñada en lograr un final feliz. Si me viera Paulina.
Según el saber popular tres cosas hay en la vida y yo en poco tiempo había logrado dinero, dinero para la salud y dinero para el amor que fue lo primero en desaparecer. El amor.
Luego seguiría el dinero que nunca pudo comprar el sentimiento. El sentimiento que se perdió ni bien Cenicienta entró al palacio, y que exuberantes viajes y exclusivas joyas no pudieron recuperar.
Si me viera Paulina. Yo hubiera ganado la apuesta que no hice. Todo se esfumaba menos el viejo, menos mis urgentes deseos que ya no lo ocupaban.
Menos mal que tuve en cuenta el consejo de Claudia al hacer el listado de las virtudes del candidato: - que tenga una buena prepaga, había dicho mi jefa, es fundamental. Que genia. Bien jugado. Lo acredité en el congreso y en mi vida. Era el director de una prepaga.
Un director que no tenía la más mínima capacidad ya de dirigir su vida pero si de arrastrar la de los hijos y la mía.
Era un zombie recorriendo la casa, muchas veces sentí que nos corríamos uno al otro para no cruzarnos, pero el marcaba terreno con un chancleteado deterioro.
Todas las tardes salía hasta la plaza. Era mi momento.
Todas las tardes me pedía dinero, cada vez mas.
Todas las tardes, al ordenar notaba que muchas cosas no estaban en su lugar. Yo no era de lo mas ordenada pero los regalos simples que él me había hecho, los atesoraba.
Todas las tardes, comencé a seguirlo bajo sospecha.
Todas las tardes, la intriga y la culpa copaban mi momento.
Todas las tardes la bronca, los celos, la frustración.
Todas las tardes él daba rienda suelta a su pasión, que dormía hace tiempo para mi.
Todas las tardes una pendeja irreverente le despertaba sus signos vitales.
La historia volvía a repetirse. Ella más joven, él más viejo.
Mis pasiones tenían apneas de sueño a causa de su fatiga y su catarro.
Mis hormonas un estado de alteración permanente y creo que hasta instinto asesino.
El hastío y sus ronquidos al otro lado de la puerta espantaban mi libido que trataba de mantener viva con algún nuevo juguete que me entregaba el cartero.
Nada es para siempre, algo sucedió, sentí que un final feliz era posible.
El viejo cada vez mas encorvado y chinchudo necesitó kinesiología para no quedar postrado, algo que yo iba a impedir como fuera.
La prepaga confirmó la prestación de asistencia domiciliaria.
El licenciado le indicaba al viejo los ejercicios y motivaba, sin saberlo, mi imaginación. Ambos progresábamos.
La mitología amorosa acudió a mi ruego.
No fue difícil armar la logística y recuperar terreno.
Fui hasta la plaza. Y olvidando que tenía la edad de mi nieta encaré a la pendeja. Ella tenía cosas que me habían pertenecido: algunos regalitos y la atención de mi marido.
Hicimos un trato a modo de indemnización.
La tilinga, debía entretenerlo un buen rato, en lugar de abandonarlo excitado y cianótico por otros mocosos de su edad.
La prepaga también me debía un favor, después de todo yo era la esposa del exdirector. Extendió veinte órdenes de kinesiología domiciliaria a mi nombre.
El kinesiólogo adelantó su horario. Él en la plaza, yo en mi hogar.
Los dos teníamos una cita.
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