Carla Cabalcabué, conocida en las redes como Carlu Cab, es docente formadora de docentes de Matemática, militante feminista y compañera de todas las luchas que debemos dar. Materna a sus tres hijes denunciando, en textos literarios y de opinión, todas las opresiones que sufrimos las que nos hallamos a cargo de los hogares monomarentales como el suyo, donde siempre hay música y cuentos para capear el temporal.
Para conocer una de sus historias de mujeres luchando en medio de la adversidad, la compartimos en esta edición de Identidad Feminista.
Olmos
Por Carla Cabalcabué
Se bajó del micro y caminó las 8 cuadras que la separaban del penal con el peso del bolso en sus hombros. Los últimos rastros de humedad en su pelo se le fueron secando con el viento. Detrás y delante de ella caminaban más mujeres. Como en una procesión silenciosa iban marchando. Algunas solas. Otras en grupos. Algunas cargaban niños dormidos.
Mariana repasó la lista de cosas que llevaba: la frazada, está haciendo frío, los sobrecitos de té, yerba, papel higiénico, jabón. Su torta preferida cortada en rodajas porque la primera vez, la tuvo que dejar sin que Julito pudiera siquiera sentir su olor a limón.
Las revistas de crucigramas, un libro, una carta de la madre . Mariana no pudo retener las lágrimas cuando se acordó de Elsa el día que se la entregaba, de ese abrazo que se dieron a escondidas porque Don Julio no quería saber nada de ellos desde que ocurrió aquello. Del llanto de Doña Elsa. "Mándale un beso mío. Y decile que lo amo." De su andar apurado cuando se fue adentro, desarmada, sin volver la vista atrás.
La voz de Silvia la trajo de sus recuerdos. Unos metros más atrás Silvia le gritaba que la esperara. Venía con Almita dormida envuelta en una frazada violeta con dibujos blancos de nubes y de lunas. Te llevo el bolso, le dijo Mariana. ¿ Cómo está Almita, mejor?
Llegaron cuando la luz del sol comenzaba a asomar y la mañana prometía húmeda y fría.
Desde la cola, que ya para esa hora tenía unos cuantos metros se escuchaba la voz de Gilda, detrás de un viejo parlante, cantando Corazón Valiente.
Silvia se puso a bailar, con una mano sostenía a Almita y con la otra agitaba la mano de Mariana para que la acompañara. ¡Vamos! ¡Porque tengo el corazón valiente voy a quererte, voy a quererte!
Mariana intentó una sonrisa mientras una lágrima se deslizaba ya por sus labios. Y aceptó el convite.
Se sumaron varias mujeres más de la cola. Los aplausos y los gritos colmaron el pasillo lleno de vallas verdes cuando la canción terminó.
Silvia pasó la mercadería primero.
Le dieron su numerito para retirarla adentro. Lo levantó como un trofeo mientras se daba vuelta para mirar a sus compañeras: "¡Vamos carajo que pasó el chorizo!" gritó agitando las dos manos porque ya Almita había despertado y trepaba alto por las vallas.
Las risotadas y los gritos volvieron a colmar los alrededores del penal. Mariana reía con su risa triste mientras pensaba en cuánto admiraba la fortaleza de su amiga.
Se habían conocido meses atrás cuando Mariana llegó por primera vez, asustada, a la visita y Silvia le explicó con delicadeza todo lo que tenía que hacer.
Nada de bufandas ni ropa gris, nada de calzas ni anillos, cadenas ni pulseras, nada de musculosas ni corpiños con aro; le explicó Silvia ese día.
Desde entonces se buscan cada domingo, se esperan, hasta son felices de encontrarse.
Cuando Silvia no puede ir porque Almita se enferma, Mariana se siente como una niña ante lo desconocido. Frágil y temerosa.
- Las que te revisan...son mujeres ¿no?- le preguntó aquella primera vez.
- ¡Si, claro!- le respondió Silvia- Salvo que quieras que te revise un hombre.
Y ambas largaron una carcajada.
- Si a vos te gusta comer bagre...! - agregó- Porque acá son todos bagres, ¡habría que ver como andan con la cachiporra!
Mariana supo ese día que Silvia iba a ser su amiga.
Todos los domingos le lleva un cuentito a Alma y se lo lee cuando ella se despierta.
Almita espera ese momento, cuando Mariana la sienta en su falda y le cuenta historias mientras ella recorre con sus deditos las palabras escritas o toca suavemente un dibujo colorido.
Mariana se empeña en que Almita tenga un domingo de cuentos y de juegos a pesar del frío, de las requisas, de la espera, de los muros y las vallas, del llanto de su padre cuando deben despedirse, del patio helado y la mesa de cemento. De la vuelta a casa, silenciosa y triste.
Esa mañana miró a su alrededor. A cada una de las mujeres. Solo algunos pocos hombres esperaban la visita. Pensó en que son siempre mujeres, madres, esposas, compañeras de la vida, hermanas, las que sostienen con amor y lealtad a los internos. Pensó en que todas, todas son pobres. Que las cárceles están llenas de pobres. Que a ellas la pobreza se les ve en los rostros, en la piel, en la ropa, en las risas.
Que sin embargo aquellas mujeres eran las más valientes y amorosas que había conocido.
Pensó en Silvia y Almita, y se alegró por ellas porque a Ricardo ya le quedaba poco ahí adentro. Un escalofrío le recorrió la espalda cuando se imaginó sus domingos sin Silvia.
Y tuvo miedo. Mucho miedo. Apoyó su cabeza en el hombro de Silvia y lloró. Como una niña.
Acurrucada en sus brazos, Mariana lloró mares, lloró garganta, lloró entrañas, lloró abrazos, lloró puentes, lloró muros.
Lloró todos los llantos de los que era capaz.
Sus redes: