Fernanda Rodríguez Briz es una escritora prolífica que hace algunos años decidió mudarse a la tierra del buen vino y desde allá, entre el Zonda y la brisa cuyana, nos obsequia textos multipremiados que nos obligan a reír, a llorar o irnos de la lectura sin poder soltarnos, anclados a la reflexión y en muchas oportunidades al recuerdo de vivencias que nos marcaron.
Nacida en Buenos Aires en 1969, Fernanda egresó de la Escuela Nacional de Bellas Artes y es Bibliotecaria universitaria. Reside en Mendoza desde 2012, lugar donde tuve la oportunidad de conocerla, presentada por la abogada y poeta María Ester Correa Dutari, en la Feria del libro de 2018 en que se rendía homenaje a Liliana Bodoc. Nuestra autora escribe ficción (cuentos, microrrelatos, poesía, dramaturgia, literatura infantil y juvenil). Ha coordinado talleres de escritura para niños y adultos. Sus cuentos han obtenido premios en el ámbito local y nacional y fueron incluidos en diferentes antologías. Su libro “De las cosas que pasan” obtuvo el Primer Premio en el Certamen Literario Vendimia, 2017 (Provincia de Mendoza). En 2018 publicó “Adán, Eva, la serpiente y el jefe”. Su libro “Los niños rotos” ha obtenido en 2018 el Segundo Premio en el Concurso “Jorge Leonidas Escudero” de San Juan, para escritores de las tres provincias de Cuyo.
Compartimos uno de sus textos premiados, además empleados en distintas escuelas secundarias para el trabajo con la ESI (se sugiere la lectura acompañada de pañuelos)
El armario
“Desgraciado aquel a quien los recuerdos de la infancia solo traen temor y tristeza.”
H.P. Lovecraft
Una terca neblina velaba la ciudad y parecía que había logrado meterse en el antiguo dormitorio; ese olor sin nombre, obstinado, percudido de nostalgia lo había impregnado todo. Me preguntaba si las dos, mi abuela y yo, podíamos olerlo y traducirlo por igual.
—Han pasado, a ver… 62 años y eres la primera persona a la que se lo cuento —dijo, de pronto, respondiendo por fin a mi insistencia—. No, no me mires así. Es cierto.
Había insistido por años, sí. Hasta llegué a ser cruel en mi insistencia y ella llegó a ser igual de cruel en su negativa. Supe, o intuí, que había algo oscuro guardado en su alma el día en que una vidente que le leía la mano súbitamente se la soltó; ambas se dijeron cosas que no llegué a escuchar hasta que la mística, intentando evitar mi presencia adolescente, le sugirió al oído algo que encendió los ojos siempre mansos de mi abuela. Fue cuando ella me tomó del brazo y tironeó para escapar de esa mujer o de su propio secreto. Había algo que mi abuela había enterrado vivo y gritaba desde el fondo de su infancia aun cuando ella callara.
Se lo negó a la bruja, sí, pero a mí no pudo engañarme. Y hoy, tantos años después y en la fecha de su cumpleaños, parecía estar por fin dispuesta a rasgar para mí la capa de silencio bajo la que lo había ocultado.
—Déjame contártelo como pueda —dijo, con la voz entrecortada—. Tú no interrumpas.
Obedecí.
—Fue el día de mi cumpleaños número siete. Siete, bello número, siempre me lo pareció. Mi vestidito de cumpleaños era mucho más hermoso de lo que podría llegar a describir, mucho más bello de lo que puedo incluso recordar (¡más, mucho más!). Me habían comprado unos zapatitos violetas, muy bellos también, para que todo combinara. Nadie tenía zapatitos violetas en esa época, no existían. Mi madre los había hecho hacer para mí, a medida, en el cuero más fino. Ella tenía esas cosas, le gustaba lo perfecto, lo impecable. No toleraba la imperfección, se horrorizaba ante la más mínima mancha, ante la más mínima arruga, ante el más mínimo defecto. Cumplía siete, ya te dije. Nunca me olvido que mi vida fue una hasta los siete y otra, la que pude, desde aquel día de mi séptimo cumpleaños.
Fueron llegando de a poco los invitados de mis padres. No te sorprendas, no se habían preocupado por invitar otros niños, alguna niña al menos para que yo pudiera jugar; no, solo a adultos. Iban llegando de a poco, todos inmaculados como mi madre. En ese entonces los regalos que te daban se acomodaban sobre tu cama. Cada invitado te daba el suyo (regalos que ya no se ven más, por otra parte, como zoquetes o pañuelitos bordados, libros, ¿no es cierto que esas cosas ya no se regalan más?) y tú agradecías cada regalo y lo tendías sobre la cama.
El tío Luis, hermano menor de mi madre, llegó y me extendió la caja con su regalo. Era un juego de té en miniatura, de esos de porcelana, uno de muchas piezas, la caja era grande, roja, hermosa. Yo no podía dejar de mirar aquella caja; lo único en lo que podía pensar era en servir el té a mis amiguitas imaginarias apenas me quedara sola. Iba a apoyarlo en la cama cuando él me interrumpió:
—No, no lo dejes ahí, ven, vamos a probarlo.
Me llevó al estudio de papá. Al principio protesté, nadie podía entrar ahí. Se lo advertí dos o tres veces: no me dejaban entrar en el estudio. Los demás estaban en el jardín, junto a la pileta, lejos. El tío respondió:
—Eso es porque antes eras una nena, y los nenes rompen todo. Ahora eres una mujercita, mira que linda te ves, si pareces una novia con ese vestidito, una novia hermosa. —Yo me ruboricé y bajé la vista. Él dijo, mirándome fijo:— La novia del tío, eso eres.
Me sentí tan rara, sin saber qué decir. Ninguna niñita sabe cómo responder a ese tipo de cosas. El tío dijo que quería que entráramos al armario para tomar el té. Ni siquiera recordaba haber visto un armario en el estudio de mi padre, pues como niña obediente, repito, no había entrado nunca. Lo miré sin entender ¿cómo se suponía que podríamos tomar el té en un armario? ¡Allí no habría lugar para nada! Él dijo que era un juego, que los niños ingleses jugaban a eso, al “té del armario”. Sin más palabras metió una tetera y dos tacitas en su bolsillo y me llevó de la mano al estudio.
Ceremoniosamente abrió las dos puertas del armario, me parecieron gigantescas y tuvo que alzarme para que pudiera ingresar. En relación a mi tamaño me parecieron los portones de una casona antigua. Eran pesadas, oscuras, de madera gruesísima. La parte central era amplia: no tenía estantes, solo un gran (me pareció grande entonces, claro) espacio libre donde, una a la izquierda y una a la derecha, dos cajas de cartón guardarían papeles, quién sabe, de papá. El tío dijo:
—¿Ves? Aquí tenemos donde sentarnos los dos. Te imaginas si nos casamos, viviríamos en una casita como esta. Yo la podría pintar de rosado… si tú quieres. —Me tomó de las manos (las suyas estaban mojadas, lo recuerdo) y las acarició. Me hizo sentar en una de las cajas—. Mi novia, qué linda está mi novia hoy.
Quedamos frente a frente, cada uno sentado sobre una de las cajas. Yo bajaba la vista, pero de pronto me di cuenta de que él estaba cerrando desde adentro las puertas. Para que no volvieran a abrirse y, supongo, para no quedar encerrados, las trabó con un cuadradito de cartón o papel, algo así, que ya traía en su bolsillo.
Quedamos a oscuras y en silencio. Me pidió que le sirviera una tacita de té. Recuerdo que imitaba la voz de un niñito. Se la serví.
—¡Ay, me quemé! —lloró.
—¿Te quemaste? Es que no se ve nada, tío —respondí.
No había pasado ni un minuto y la atmósfera ya comenzaba a volvérseme asfixiante. Estaba incómoda, pero obedecía.
—Ay, está caliente —repitió, como si tuviera cuatro años.
—Bueno —lo calmé como si fuera su mamá —debes esperar un poco antes de tomarlo.
—Mira, sigue caliente —dijo y colocó mi mano sobre algo abultado, de tela. Algo crecía, algo se endurecía. En un primer momento no entendí qué era, pero pronto reconocí en la oscuridad que se trataba de la tela de su pantalón y quise gritar. Sentí un miedo que me paralizó y su mano tapió mi boca. Luego su otra mano, su brazo, me sujetó de tal forma que creí me cortaría por la mitad.
Gracias a Dios, de cuya existencia he dudado tanto desde ese exacto momento, no puedo recordar demasiado de lo que ocurrió en ese armario. O sí, pero de a retazos. Recuerdo… recuerdo el dolor. Estoy sentada sobre algo que me parte al medio, algo que me abre y me obliga a galopar. Sí, me recuerdo… galopando de espaldas, ciega, sobre un caballo feroz, mojado, duro en el que se ha convertido mi tío. Una cabalgata que no termina nunca, que sacude mi cabeza, mi cuello, sí, sí, dice mi tío, sí, sí, y golpea una y otra vez, con cada salto, una y otra vez golpeando contra mí, abriéndome más y sacudiendo mi cuello hasta que el dolor es tan grande que de pronto todo se me borra...
El siguiente recuerdo me lleva a sus brazos, estoy meciéndome en sus brazos, soy transportada por él, por mi tío, boca arriba, boca abierta, mi tío, un caballo que me lleva a toda velocidad. Corre conmigo, va llevándome en sus brazos, sí, lo recuerdo. Luego toda la secuencia: sus brazos que me llevan hasta los de mi madre, mi madre que me rechaza por estar sucia, cubierta de barro (le veo las blanquísimas palmas que me rechazan) y mi cuerpo que ansía ir a los brazos de Anita, con su delantal negro y su blanca cofia almidonada. Ella, que tiene en sus manos una jarra de vidrio, que intenta dársela a mi madre para desocupar las suyas, una jarra que mi madre rechaza porque no le corresponde… Anita que le da la jarra a mi padre y por fin me toma en sus brazos. Ahora solo veo las ramas de nuestro hermoso jacarandá en flor, la cofia blanca... Y alto, bien, bien alto, entre las flores violáceas, cruzando el cielo, un pájaro negro.
—La encontré así, toda embarrada, cerca de la cucha del perro. Yo creo que la debe haber mordisqueado, porque mira cómo está. Nunca me ha gustado ese perro, Elvira, te lo dije.
Mi madre escucha a mi tío y le pide que hable más bajo, que no es de bien educados llamar la atención de ese modo. Mirándome los pies susurra en mi oído: “¿Y tus zapatitos, dónde dejaste tus zapatitos, querida?” Anita, la solícita Anita, se ocupa de mí como mi madre se lo pide; no debe interrumpirse mi fiestita. “Después cámbiate ese uniforme, va a quedarte hecho un desastre”, le ordena. Elbita, por su parte, corre a pedido de mamá hacia donde mi tío señala para intentar recuperar mis zapatos de la cucha del perro.
Anita me lleva al baño, me desviste, y me mete en la tina por un largo rato. “Todas las pruebas se borraron en el agua”, pensé, ya de grande. “Te lastimaste, qué perro malo”, decía Anita mientras me bañaba. Yo pensaba “fue mi novio, voy a casarme con mi novio, ¿sabes?” Lo pensaba, pero no decía nada. Cuando Anita (que no tendría más de 15 años) vio sangre en la toalla, dijo, inocente “pero… ¡cómo te ha lastimado ese perro malo, pobrecita!”. Yo cerraba los ojos y repetía para mí misma, sin hablar “fue mi novio, voy a casarme con mi novio y vamos a vivir en el armario, mi novio me llevó a cabalgar y va a pintar el armario de rosado para mí”. Me imaginaba con mi vestido blanco y mis zapatitos violetas, saliendo de la Iglesia de su mano. Y luego él, cargándome en brazos, hacia la entrada de nuestra casita rosa, abriendo las puertas inmensas del armario.
Para los demás el cumpleaños (mi cumpleaños) siguió como si nada ocurriera. A mí me enviaron a la cama, pues ya no tenía ningún otro vestido tan bello como el anterior. Mi padre vino a mi cuarto esa noche, después de que se fueran los invitados, creo que por primera vez en mi vida. Quería que le dijera qué le había hecho al perro para que me atacara así.
—Ese fue el perro, ese fue el perro, voy y lo mato, te juro que lo mato, ahora voy y lo mato.
Y sí, lo hizo, no exageraba. Mató al perro. Recién al escuchar el tiro pude llorar, escondiendo al principio las lágrimas con la almohada; luego, desaforadamente y a los gritos. No sabía si ya me había casado o no, o cuándo me casaría. Eso me preocupaba mucho, me preocupaba seguir en cama mientras mi novio estaría esperándome en la iglesia. Lloraba ahora también por mi perro, si él iba a vivir con nosotros en nuestra casita rosada, no, no tenía que morirse.
Mi madre también vino a mi cuarto después de un largo rato. Olía a cigarrillo.
—Todos te mandaron besitos —dijo, sonriendo— les dije que te habías quedado dormida, tanto jugar.
No pude contar lo del armario. A nadie. Nunca. Sencillamente porque eso no podía ser, no podía ser. Era ilógico, los tíos no hacían eso, no se casaban con las nenas de siete años. Por cierto, él jamás volvió a casa. Unos años después, tendría yo unos quince, dieciséis, encontré a mamá llorando con el teléfono en la mano.
—El tío Luis murió en un accidente de autos —dijo. Y cayó en una depresión de la que nunca terminó de salir.
El día del entierro lloré hasta desagarrarme mientras mi madre explicaba a los parientes que él y yo habíamos sido muy cercanos. ¿Quieres una nota macabra, te hace falta algo más terrible aún? Cuando entraron a su departamento para desocuparlo se llevaron la gran sorpresa: sobre un estante en su cuarto… ahí estaban mis zapatitos violetas junto a otros dos pares más, igual de chiquititos, que no eran míos. Pobres otras novias del tío.
Pero quiero contarte cómo siguió aquella noche de mi cumpleaños. Mi papá había prometido darme su regalo después de que todos se fueran. Darme un piano, nada menos, lo que yo más deseaba en la vida. A partir de ese regalo mi vida cambiaría: podría ir donde la profesora Ruth y ensayar todos los días el Claro de Luna o Para Elisa, como mi vecina Julia. Jamás tuve el pianito. En castigo a mi silencio, al escándalo del día de mi cumpleaños, a manchar el vestido y a perder los zapatitos violetas, le desenroscó las patas y guardó su cuerpo sobre el altísimo armario de mi cuarto. Dijo que quería que lo mirara cada noche, desde la cama, para que me acordara de que recién me lo daría cuando confesara qué le había hecho al perro para que me atacara así. Mi madre sumó lo de los zapatitos, debía confesar dónde los había escondido para que me lo dieran. El último recuerdo de esa noche y de todas las demás noches de mi vida sería su sombra negrísima, impresa sobre el cielorraso, fatídica nube negra, odiosa sombra curva... Día tras día, antes de dormirme, estaba obligada a ver en aquella muda sombra todo lo que pude haber sido si no me hubiera muerto ese día. Nunca lo bajaron: la música murió ese día para mí, el día de mi cumpleaños número siete. Junto a mi perro, asesinado por papá. Junto a mi propia alma, la que mi tío mató.
El jueguito de té amaneció al día siguiente en su caja roja, junto a los demás regalos. Desde mi cama corrí el libro Mujercitas y toqué la tapa roja. La deslicé y vi, en perfecta armonía, la línea de vajilla en miniatura. Pasé los dedos sobre las tacitas, sobre cada uno de los platitos. Faltaba la tapa de la tetera, solo ese detalle destruía la perfección. Nunca la busqué aunque sospecho dónde podía haberla encontrado. Quise romper las piezas, arrojarlas una a una contra la pared, pero… no pude. Las buenas niñas no rompían las cosas.
Cuando, pasados los días, revelaron las fotos pude ver todo lo que me faltó de mi propio cumpleaños. Las habían tomado antes de que llegaran los invitados: mi vestidito, tan bello; mis zapatitos violetas (negros en la foto), tan únicos. Mi cara inocente, mi sonrisa pura de cuando todavía estaba entera y sabía lo que era sonreír. Yo, de pie sobre un banquito, con una mamá y un papá perfectos, uno a cada lado, en simetría. Yo, junto a la torta. Yo, embobada ante el pianito enano con su moño gigantesco que me darían luego de la fiesta. Yo, con mis ojos vivos…
Las cinco fotos restantes son del brindis, ya por la noche. Mi tío, ahí estaba él, junto a mamá y papá alzando su copa por mi salud y felicidad…
El relato de mi abuela languidecía para morir allí. Yo no tenía nada que decir, nada que pudiera consolarla. La abrazaba, solo eso.
—¿Sabes? Fue todo tan irreal que durante mucho tiempo creí que esas eran las fotos de mi casamiento.
La abracé muy muy fuerte. Ausente de mí, ausente de todo, ella retomó tras un largo silencio:
—Cada vez que escucho un “feliz cumpleaños” pienso “no, no soy yo la que cumple años. La que cumplía años murió ese día, a los siete añitos, un 25 de noviembre a las cinco y media de la tarde, dentro de un armario oscuro que sigo imaginando grande como una casa. Grande y rosado.
Este cuento ha sido publicado en “Los niños rotos”, libro que ha merecido el Segundo Premio en el Concurso “Jorge Leonidas Escudero 2018”, provincia de San Juan.